
A pesar de que era un caluroso día de verano, adelantado sin duda para la altura del mes de junio en la que nos encontrábamos, y superando la repentina lluvia que se había desatado unos veinte minutos antes de la hora acordada, a las 22:00h ya un pequeño grupo vestido de negro se aglutinaba frente al local. Me sorprendió la variedad casi ilimitada de estilismos, peinados, tipos físicos y edades de los ahí reunidos.
Como había llegado con algunos minutos de antelación, me puse a recorrer algunos escaparates para ver las novedades del verano exhibidas, ¡me encanta la ropa! sus colores, texturas, formas... la forma en que nos transforman por fuera y también internamente. Era un sueño poder estar varias horas junto a esas prendas sin prisas, deleitándome...
Mientras salían del Centro Comercial los últimos compradores, y una alarma y la megafonía anunciaba el cierre inminente, me acerqué lentamente a la tienda donde se iba a hacer el inventario, una de las más grandes y conocidas cadenas de pret-à-porter.
De repente, sin saber de dónde, me adelantó una chica morena de paso rápido. Llevaba el cabello oscuro recogido y un diminuto top negro, que se cruzaba en tiras por la espalda, mostrando de forma desafiante y relajada su desnudez. Cuando llegué, un hombre llamaba por sus nombres a cada uno, y nos entregaba una identificación en un papelito. Luego nos pusieron en grupos de más o menos 10 junto a un responsable de cada equipo.
A vuelo de pájaro ya me sedujo la manera como cada uno había interpretado y ajustado a su idiosincrasia las instrucciones a priori generales y unificadoras que nos habían remitido. Hasta hubo una joven que llegó vestida diferente y que preguntaba por qué íbamos todos de oscuro. Dentro de aquella uniformidad era todo un gesto de libertad esa relectura que de alguna misteriosa manera contravenía o iba a contracorriente de lo preestablecido o señalado.
Era poderosamente extraño y sugerente encontrarnos en el seno de esa enorme ballena blanca que era el Centro Comercial a esas horas de noche profunda en la que todos sus locales estaban cerrados, sin vida. A su vez la noche creaba una suerte de hermandad entre nosotros, muy conscientes de trabajar mientras la mayor parte del mundo dormía.
Ahora ya sí, en mi calidad de outsider, y con la debida autorización, tenía el privilegio de apreciar la tienda y todo su contenido de otro modo, en esas particulares circunstancias, extrañamente despojada de sus fieles habituales. Sentía cómo las chicas de las publicidades, en ropa playera, parecían invitarme a sus paraísos de mar y palmeras.
Mientras contabilizaba pieza por pieza, iba detallando y apreciando las calidades y colores de las telas, los estampados y motivos, sus formas, suavidades y texturas, sintiendo una íntima satisfacción por la oportunidad de aproximarme a lo que ofrecía la tienda de un modo cercano y personal.
Yo escuchaba cómo los demás tenían conversaciones intrascendentes: sobre la lluvia repentina que nos había sorprendido a todos antes de llegar al punto de encuentro, la última victoria de Nadal, o la dificultad de otros inventarios en los que había participado, de tiendas donde los productos a veces eran muy pequeños y más difíciles de contabilizar. Yo no hablé con nadie, no soy particularmente sociable, pero sí crucé la mirada en alguna ocasión con la chica del top negro que a veces me miraba y sonreía entre lote y lote.
A partir de las 3 de la madrugada comenzó a irse poco a poco la gente. Yo, por mi parte, sentía que el cansancio se apoderaba de mí, el sueño me invadía, iba sintiendo que me molestaba la ropa, los zapatos, y el pensamiento de tenderme en la cama iba ganando progresivamente mi cabeza.
De repente noté cómo un hombre grande, vestido de negro y con mal aspecto, se iba acercando poco a poco y de forma disimulada hacia mi lote. Empecé a temer que fuera a hacerme algo, y busqué con la mirada a algún responsable, pero habían desaparecido todos, también los demás compañeros, no había nadie que pudiera ayudarme...
De repente, una mano me tocó el hombro, era la chica del top negro:
- Tranquila, te has dormido, suele pasar...-, me dijo.
Ya afuera el aire libre me relajó a la vez que me hizo consciente del agotamiento, y una joven gitana que había venido con su hermana a hacer el inventario, me comentó que todo el cuerpo le dolía, la espalda, los pies, los brazos, y cómo ese tiempo iba a afectar el resto de nuestro día de clases y trabajo. - Ya lo creo -, pensé yo.
Volví la cabeza justo para ver cómo la chica del top negro desaparecía en la oscuridad por una de las calles adyacentes. Ni siquiera pude decirle adiós.
Y por primera vez en la vida tuve la sensación de tener un ángel de la guarda...
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